Concurren en el tiempo dos noticias que deberían dar que pensar: en Nueva York, bastante más tarde que en otras ciudades de calado internacional, se han admitido por un estrecho margen de votos las bodas entre homosexuales; mientras en China se ha liberado a un disidente que cometió el pecado de defender a los miles de infectados de sida por transfusiones ilegales con jeringuillas multiusos en la provincia de Henan. La tecnología une a los pueblos en una globalización ficticia. En China sobran los iPhone aunque las actitudes siguen siendo de las más primitivas –y peligrosas- del mundo.
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La mujer de Hu Jia, Zeng Jinyan, sostiene una foto de su marido. REUTERS
Se llenan la boca los comentaristas televisivos, los analistas económicos y los periodistas cuando hablan “del milagro chino”. Y bien es cierto que este país crece de una manera tan fulgurante como desasosegante. Si no que se lo pregunten a su pueblo, cada día más apartado de unas clases altas que esas sí que baten records de amase de billetes y compras de cajas de caudales. China pasaba hambre y ahora no lo pasa. Pero en China la gran mayoría del país vive con sueldos pírricos, imposibilitados para adquirir vivienda alguna y demasiado despegados de aquellas épocas tan cercanas de ahorro y ahorro. Hoy, cualquier moza recién salida al mercado laboral no posee yuan alguno en su cuenta aunque sí coleccione productos Apple, que compran cada uno con entre cinco o doce sueldos. Nunca soñó el capitalismo con acabar con el comunismo vendiéndoles tecnología táctil. Futurólogos, hablad ahora o callad para siempre.
Y mientras se levantan rascacielos y se inauguran trenes de alta velocidad el Estado sigue encarcelando a activistas en pro de los derechos humanos. Ayer liberaron a Hu Jia, un disidente hepático de por vida que gastó buena parte de sus escasas energías en la búsqueda de culpables gubernamentales en la provincia de Henan donde miles de campesinos que vendían su sangre a hospitales fueron infectados a causa del nulo control en las transfusiones y a la utilización repetidas veces de una misma aguja de una jeringuilla. Por supuesto ese drama no fue admitido por el gobierno central que se ocupó de perseguir a todo aquel que buscara justicia. De opereta.
Hu Jia, como Ai Weiwei, también posee proyección internacional a causa de su premio de paz –en este caso el Sajarov- por lo que los ojos de Occidente presionan más a estas personas que a los miles desgraciados anónimos que siguen pudriéndose en las cárceles. Y Hu Jia –también como el artista chino- ha sido trasladado de su celda a su casa, donde no podrá salir, conceder entrevistas o conectarse a internet. Cuanto desarrollo, por Dios.
La estrategia china, que tiene en estos días diversas visitas y reuniones con países occidentales, les ha hecho parecer hombres de paz “liberando” a dos de las estrellas de los medios a los que, no lo olvidemos, simplemente le han transformado sus viviendas en prisiones. Que en China la libertad cuesta mucho más que levantar un edificio de noventa y tres plantas.
Los gays se casan en Nueva York, según algunas voces críticas “con demasiado retraso”. En China a ese hecho ni se le quiere ni se le espera. Porque China es un país con una estrategia meridianamente clara: crecer y ganar como país, sin contar con el pueblo. Que los que se queden por el camino no habrán sido más que tuercas de este inmenso motor que amenaza con dominar el mundo.
Y para los políticos occidentales, maniatados por un progresismo a veces chulesco e intimidatorio, darles un inmenso tirón de orejas por aceptar “hogares cárceles” como “liberación de disidentes”.